Home » Artículos » El cumpleaños del dinosaurio

El cumpleaños del dinosaurio

El otro día, de repente, me di cuenta de una negra efeméride. Se cumplen este mes 26 años desde que fui diagnosticado de diabetes. Soy un dinosaurio diabético, pensé. ¡He superado el cuarto de siglo! Y lo he superado con nota, ciertamente. Porque aparte del orgullo, no me duele nada ni tengo ninguna complicación derivada de mi diabetes. Algo que sin duda, es la conclusión más relevante que puedo aportar tras estos larguísimos 26 años como diabético profesional. Pero en este blog me centraré sólo en el enfoque histórico para recordar qué sucedió aquel verano de 1986, cuando un buen día (o mejor dicho, mal día), me acosté “normal” y me desperté diabético.

No recuerdo muy bien cómo fue el principio de los principios; la génesis verdadera. No recuerdo si todo comenzó porque me picó un mosquito diabético o porque me comí un sandwich de bar de carretera en mal estado. Sólo puedo recordar que aquel mes de julio de 1986, cuando yo había terminado ya mi primer curso en la Facultad de Bellas Artes y me había ganado mi merecido descanso veraniego, mi cuerpo empezó a hacer cosas raras. Persona tradicionalmente estable en mi peso, veía que pasaban las semanas y mi peso bajaba y bajaba. Al principio, no eres consciente de que algo raro pasa. No se porqué. Quizá inconscientemente no quieres aceptar que algo extraño sucede y que debes mirarlo con un médico. Sed excesiva, hambre excesiva, pérdida de peso… La realidad era que mis síntomas de manual se cumplían uno tras otro, y yo asistía como espectador de lujo a aquel despliegue de sintomatología con el que mi cuerpo me gritaba pidiendo ayuda.

Las facciones de mi cara se afilaban y mi cuerpo se iba tornando en una especie de lápiz alargado, al que toda la ropa le venía grande. Por no hablar de algo que sí recuerdo con nitidez. No podía sentarme en ningún sitio, porque mi excesiva delgadez (yo ya era delgado “de serie”) hacía que me clavara los huesos contra el asiento, y no pudiera mantenerme sentado en ninguna superficie sin experimentar dolor.

Seguían pasando las semanas. Y llegó el momento de irse de vacaciones. Al pueblo. Ese lugar ignoto, que cuando te preguntan por su nombre nunca lo conoce nadie excepto tú, en el que siempre hace calor excesivo, los labriegos te saludan llamándote con el diminutivo del nombre de tu padre, siempre hay una chica guapa venida de la capital a la que pretenden todos los mozos y hay un rio muy mono donde bañarse y mitigar ese calor de interior tan duro. Pues allí que me fui con mis padres para pasar el verano. Y sigo preguntándome… ¿porqué la gente suele tardar tanto en ver ciertos síntomas como anormales? los que yo tenía por entonces eran bastante evidentes, y sin embargo, no fueron lo suficientemente alarmantes como para hacerme ir al médico en Bilbao antes de irme de vacaciones.

Pero lógicamente, la ceguera tiene un límite. Y ya en el pueblo, decidimos acudir al galeno. A diferencia de la imagen tradicional, ahora los médicos de pueblo son gente joven y preparada. Aquel hombre (de nombre Javier, un buen tipo y muy querido en el pueblo), escuchó mi exposición y salí de allí con una prescripción: ir a bilbao a hacerme analítica y a un endocrino. Lo cual indica que -lógicamente- detectó mi problema y prefirió enviarme a mi ciudad para hacer las pruebas adecuadas y comenzar un tratamiento con quien sería en adelante mi “médico de la diabetes”.

Un par de días después, hice uno de esos viajes relámpago que a veces hacíamos en verano, yendo a bilbao en un “ida y vuelta” en el día para alguna gestión que necesitaba nuestra presencia. Pero esta vez era para ir al médico. Recuerdo que fui con mi madre y una tía que también veraneaba allí con nosotros. Y la verdad, no se si porque mi cabeza quiere borrarlo, o porque no fue trascendente la conversación, no tengo recuerdo claro que aquella consulta con el médico. Sólo recuerdo cuando me fui. Salimos absolutamente confundidos, perdidos, tristes, y con una jeringuilla y un botecito de insulina (por entonces de cerdo) en el bolsillo.

Preguntas, preguntas y preguntas. Y sobre todo una: “¿para toda la vida?”. O mejor dicho, dos: “¿para toda la vida?” e “¿incurable?”. Dos losas del tamaño de San Mamés que me cayeron encima en aquella tarde de julio de 1986. Diabetes. Una palabra que me sonaba, pero de la que no conocía absolutamente nada. Ni por referencias, ya que en mi familia no había nadie con diabetes, ni tipo 1 ni 2. Lo cual me hacía preguntarme aún con más fuerza la ya famosa pregunta que a todos les sobreviene en el debut: “¿por qué?”. No recuerdo bien los detalles de aquellos primeros días. Pero todo era confusión, ignorancia, miedo, y básculas. Pesábamos la comida, pesábamos el pan, pesábamos al perro, pesábamos todo. Lo que sí recuerdo fue aquella tarde de vuelta al pueblo tras la consulta. Lo recuerdo ahora y me viene a la mente esos velatorios antiguos con señoras vestidas de negro hasta la cabeza, llorando sin parar con escandalosos aspavientos. Así volvimos nosotros tres; mi madre, mi tía y yo. Llorando sin parar. Los tres más grandes que mahoma (incluso yo, que ya tenía 18 años), usando durante todo el viaje pañuelitos de papel. ¿Qué pensarían los demás conductores por la carretera al vernos? ¿que estaríamos oyendo un serial en la radio? ¿que alguien había soltado gas mostaza en el coche? ¿que nos daba mucho miedo el coche y ponernos en carretera abierta?

¿Y qué puedo decir tras este tiempo? ¿qué ha cambiado? pues la verdad, TODO. Han mejorado las insulinas, los protocolos, las técnicas, la formación de los profesionales, hay muchos más estudios e información, hay más investigación y conclusiones, hay más y mejores prestaciones sanitarias… Es cierto que no ha habido ninguna revolución, pero sí una evolución. Imparable y constante. No es necesario que echemos a la hoguera a aquel médico que hace años, a todos nos decía esa famosa frase poco acertada de “esto de la diabetes en quince años está curado”. Era un idiota, sí. Pero yo le perdono. Porque ya no pienso en eso. Porque hoy día se más que él de diabetes. Y porque sólo pienso en ser una persona responsable, seguir cuidándome como hasta ahora y seguir ayudando a los demás desde mi rol de diabético con 26 años de experiencia a mis espaldas.

No quiero regalos. No quiero celebraciones. No quiero el “cumpleaños feliz” de Parchís. Pero aún así, debo estar contento. Porque puedo contaros hoy con salud aquellos comienzos. Creo que lo mejor está por venir, y no debemos centrarnos sólo en esperar soluciones, sino en el día a día, pues esta enfermedad es solapada y astuta, y hay que bregar con ella cada día. Sólo así podemos celebrar con salud efemérides de 26 años como esta que os cuento hoy y que he querido compartir con vosotros. ¿tanto tiempo ha pasado ya? pues sí. 26 años como diabético. Ya soy dinosaurio. Y al igual que en las pelis de policías, con un historial impecable; sin complicaciones. ¿Lo peor? lo tengo claro: que ahora soy 26 años más viejo y me gasto más dinero en cremas antiarrugas. Todo lo demás depende de nosotros. Mucho ánimo para todos.

Oscar López de Briñas

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *